No me olvides

Odio los domingos desde que no estás en ellos. Me entristecen, me aburren, me parecen el peor día de la semana. Son tan rutinarios… Cuando acabamos una partida en casa de la yaya que se nos hace eterna, tengo que mirar por la ventana para que no me vean los ojos llorosos. Me duele la cabeza y decido bajar andando para que me dé el aire.

Al despedirnos, la yaya me pregunta si estoy mejor y lo único que puedo hacer es encogerme de hombros porque si hablo, empiezo a llorar, lo sé, se nota en el nudo en la garganta.

ben toms

Un domingo en I. es muy deprimente. Mientras camino, intento no tener pensamientos negativos. Lo he leído en la revista de la yaya, que hoy me olía a canela. Me centro en la respiración, en los pasos que doy, en los sonidos que escucho: pájaros, motores de coche, una avioneta. Por mi mente se pasan las palabras que ahora escribo. Miro mucho más el móvil ahora, aunque no espero que me escribas, solamente espero noticias de amigos. Debo admitir que a veces también miro si estás conectado, pero debería dejar de hacerlo.

En un edificio con oficinas, veo dos placas diferentes. En el primer piso, una empresa de autobuses; en el segundo, un fotógrafo, Balcells.

Al ir hacia I., mi padre y yo hemos hablado bien poco. Él es muy callado, pero ha tenido que ser el que ha guiado la conversación. Yo le contestaba con monosílabos más bien. Hablamos del primo Víctor, que le debe mucho dinero a su padre, del circo que han montado en el pueblo y de mi madre, que sigue con dolor de espalda. Le quiero. Quiero a toda mi familia aunque a veces no les soporte. Creo que él es quien más preocupado está por mí. Igual que fue quien más se preocupó cuando le dije que habíamos empezado a salir.

Me habría gustado ir a la manifestación, pero todas mis amigas estaban fuera. Podría haber ido con Marc, pero no he tenido la fuerza suficiente como para coger el móvil y escribirle, he preferido estar sola y “rayarme” como él dice. «Deberías mantenerte ocupada para distraerte», me dice, «aunque yo soy partidario de rayarme». Sus consejos me desconciertan. Entonces siento que me estoy fallando, que nos estoy fallando, que mi deber sería estar allí con el resto de mujeres, pero hoy no puedo.

Bajo una rampa y pienso en aquello que me dijiste: “No me gusto”. No me dijiste que no te gustaras conmigo o que yo te hubiera cambiado, me dijiste que no te gustabas. Quiero estar a tu lado y apoyarte, pero tienes que dejarte ayudar.

Cuando llego al parking donde una vez hablamos tan serios, me siento en un banco al sol, frente a una plazuela con un olivo. El sol dura bien poco y enseguida lo tapan las nubes. Pienso mucho,y lloro cuando no pasa nadie cerca. Pienso en que aquella conversación la tuvimos en diciembre. Pienso que no seré capaz de aguantar dos semanas iguales a esta. Estoy en una especie de bucle de autocompasión. Al menos, soy consciente de ello, así que ya acabaré saliendo, pero veo que no tengo muchos hobbies. Me gusta salir de fiesta, probar restaurantes nuevos, ir a hacer excursiones, leer, viajar, pero no ocupo ninguna tarde en ir a bailar o al gimnasio o a piscina o a un club de lectura, con lo cual, no hago cosas por mí misma la mayoría de veces, sino que necesito otra gente.

Me giro y mis ojos se cruzan con los de un adolescente que me mira desde un balcón. Me pregunto qué habrá pensado de mí, si le habré dado pena o tal vez ni se ha dado cuenta de que he llorado un poco.

simuero

Me levanto con rapidez y prosigo el camino de vuelta a casa. Al lado, la Peña Bética ha organizado una fiesta con barbacoa y todos llevan una cerveza en la mano.

En la cena de ayer, todos estaban agobiados por el trabajo. Ana y Cris se van a pedir una reducción de jornada porque no pueden más, Belén ha dejado las clases particulares que estaba dando, Dani está muy agobiado con los trabajos de la uni, la hermana de Isa se ha tenido que coger la baja por un ataque de ansiedad.

Me pregunto mil cosas. Si habrás cocinado a la hora de comer o solamente te habrás hecho una pizza o algo envasado. Si estarás pensando en mí igual que yo pienso en ti. Si habrás ido a la manifestación o a dar una vuelta. Incluso pienso que Víctor te ha llamado y habéis quedado y por eso no me escribe. Si le contestas a tu madre. Si descansas por las noches o tienes dos marcas marrones debajo de los ojos, como yo. Me pregunto si has llorado porque, si no lo has hecho, te lo sigues guardando todo. Si habrás hablado con Flo o con Santiago. Si seguirás leyendo este blog.

No me olvides, te dije la última vez que nos vimos y tú me dijiste que no lo harías, que eso era imposible. Cumple tu promesa, por favor.

Ponle tú título a este revoltijo de sentimientos

Se escribe mejor cuando se está triste, o eso dicen. La alegría no se puede transmitir con palabras, se vive y se goza; por eso las novelas con final feliz no gustan; por eso no tienen calidad literaria los cuentos alegres, o eso dicen.

Siempre optimista, a todas horas animada, cada día feliz, todos los lunes con una sonrisa en la boca. Se acabó. Basta, y esta vez va en serio. Una también se cansa de aparentar una felicidad que no la acompaña, de desafiar a la tristeza interior que a diario la atormenta, de no hacer caso a esa nostalgia que no sirve de nada ignorar porque la ignorancia de la nostalgia no hace que desaparezca, sino que vaya creciendo, alimentándose poco a poco de tu corazón. Y sí, soy contradictoria. “No hay que echar de menos al verano”, intento aleccionar siempre a todo el mundo, pensando que cuento con la verdad absoluta. ¿Y cuándo me viene a mí esa nostalgia por el verano? Ahora, cuando las hojas de los árboles empiezan a caer, cuando estamos casi en noviembre y la gente ya ni se acuerda del verano pasado porque ya está pensando en las Navidades.!!!9890c6ade58206168386b611061fe3fb

Triste, pero cierto. Si es que cualquier cosa puede despertar esa nostalgia adormecida. Desde una canción que suena en el momento menos oportuno por la radio hasta las entradas del concierto al que fuisteis juntos, pasando por la nota que te dio con su número, o la foto del primer día que saliste de fiesta con tu nueva amiga (esa compañera con la que no pensabas forjar una amistad tan grande), o la cuenta de aquel restaurante, o la pulsera que te hizo aquella niñita tan especial, o el billete de tren que no sabíais dónde os llevaría, o el libro que os había encantado a ambos, o ver escrita esa curiosa palabra que él te enseñó, o las libras que aún te quedan en el monedero, o la sonata para piano que él tocó para ti, o el collar con el pajarillo liberado que llevaste a todos lados (y que ahora se ha roto). Se ha roto como tú por dentro. Rota es cómo estás ahora. Te duelen hasta las entrañas de lo rota que estás.

Me aferro demasiado a lo material, a aquellos objetos que me encantan y que inevitablemente me recuerdan a momentos y a vivencias increíbles, a personas extraordinarias y a lugares paradisíacos (por mucho que la temperatura en aquellos lugares fuese siempre inferior a 15º C). Tú estabas en el paraíso y nadie te iba a convencer de lo contrario. Perolo material se rompe, se desgasta, se estropea, acaba muriendo, acaba tirado en la basura. Aunque no te quieras dar cuenta, no durará toda la vida, y ya va siendo hora de que abras los ojos. Sí, abre los ojos, idiota, y deja de pensar en lo que pudo ser o en lo que será. Calla esa vocecita que te dice en todo momento que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Llorar y reír

Quería llorar, pero no me salía ni una lágrima. No podía llorar porque no tenía motivo para ello, no había una causa concreta, ni sufrimiento, ni dolor, y eso era lo que quería sentir, dolor. Me agobiaba pensar que estaba triste porque sí, quería padecer. Si estás triste, que al menos sea por algo, porque te han roto el corazón o porque alguien te ha decepcionado mucho, porque no has conseguido el puesto de trabajo por el que tanto habías luchado o porque se te ha muerto algún ser querido. Pero entonces las lágrimas afloraron a mis ojos cuando menos me lo esperaba, el único día que me había maquillado un poco, para que un río de tinta negra fluyera por mis mejillas. Por fin tuve lo que quería.