Lluvia cegadora

Y deseó con todas sus fuerzas que aquella tormenta se convirtiera en una lluvia de ideas, y, desde entonces, las lluvias no fueron de otra manera. El agua que caía del cielo, cada una de esas gotas era una idea. En un principio, todo muy bonito. Pero ya sabemos cómo son las ideas, no todas son brillantes y la maldad del ser humano no tiene límites.

No había tenido un buen día, ni una buena semana, tampoco un buen mes; era de esas personas que se ahogan en un vaso de agua. Ella ya no era feliz, llevaba tiempo sin serlo.

Era lunes, un día triste y oscuro y tu madre había dejado la ropa tendida por la mañana. Mala idea. Una idea que tal vez le había dado una gota de rocío al tocar contra su tersa piel, una piel fina, delicada y moldeable, al igual que su mentalidad. Una mentalidad débil, blanda.

El día ya indicaba mal tiempo. Llévate paraguas, le advertí, pero ella no me hizo caso. Estuve preocupado hasta que volvió a casa, pero no hubo necesidad; tu madre, aunque a veces pareciese una niña pequeña, sabía cuidarse sola. Lo demás ya no lo recuerdo muy bien, solo vagamente. Recuerdo que discutimos, y que caía una tormenta impresionante, con unos relámpagos que cegaban la visión durante dos segundos y unos truenos que ensordecían nuestros voceríos. Recuerdo cómo tu madre abrió la puerta principal y salió a la calle gritando y llorando de rabia. Mala idea. Yo me fui a acostar, cabreado, mientras la lluvia le daba ideas a tu madre.

Cada gota que chocaba contra su cara le proporcionaba una idea, una imagen en una milésima de segundo, a una velocidad agotadora. Un niño llorando. Unas llaves de coche. Un helado. La cocina. Su madre conduciendo. Su jefe. La mesa. Un vaso de leche. Tabaco de liar. La carpeta del escritorio. El cajón. Una cama de hospital. Las flores. El cuchillo. Una sonrisa. Un último beso. Sus manos. Una baraja de cartas. Una carcajada. Sus muñecas. El río. Un mosquito molesto. Sus venas. Un vendedor de Biblias. La arena de la playa. Y el cuchillo cortando suavemente su tersa piel.

Deseé por mucho tiempo que la lluvia volviese a ser como antes, pero no lo conseguí. Nadie ni nada allá arriba me escuchó. Echo de menos poder bailar bajo la lluvia sin temor.

lluvia

Ponle tú título a este revoltijo de sentimientos

Se escribe mejor cuando se está triste, o eso dicen. La alegría no se puede transmitir con palabras, se vive y se goza; por eso las novelas con final feliz no gustan; por eso no tienen calidad literaria los cuentos alegres, o eso dicen.

Siempre optimista, a todas horas animada, cada día feliz, todos los lunes con una sonrisa en la boca. Se acabó. Basta, y esta vez va en serio. Una también se cansa de aparentar una felicidad que no la acompaña, de desafiar a la tristeza interior que a diario la atormenta, de no hacer caso a esa nostalgia que no sirve de nada ignorar porque la ignorancia de la nostalgia no hace que desaparezca, sino que vaya creciendo, alimentándose poco a poco de tu corazón. Y sí, soy contradictoria. “No hay que echar de menos al verano”, intento aleccionar siempre a todo el mundo, pensando que cuento con la verdad absoluta. ¿Y cuándo me viene a mí esa nostalgia por el verano? Ahora, cuando las hojas de los árboles empiezan a caer, cuando estamos casi en noviembre y la gente ya ni se acuerda del verano pasado porque ya está pensando en las Navidades.!!!9890c6ade58206168386b611061fe3fb

Triste, pero cierto. Si es que cualquier cosa puede despertar esa nostalgia adormecida. Desde una canción que suena en el momento menos oportuno por la radio hasta las entradas del concierto al que fuisteis juntos, pasando por la nota que te dio con su número, o la foto del primer día que saliste de fiesta con tu nueva amiga (esa compañera con la que no pensabas forjar una amistad tan grande), o la cuenta de aquel restaurante, o la pulsera que te hizo aquella niñita tan especial, o el billete de tren que no sabíais dónde os llevaría, o el libro que os había encantado a ambos, o ver escrita esa curiosa palabra que él te enseñó, o las libras que aún te quedan en el monedero, o la sonata para piano que él tocó para ti, o el collar con el pajarillo liberado que llevaste a todos lados (y que ahora se ha roto). Se ha roto como tú por dentro. Rota es cómo estás ahora. Te duelen hasta las entrañas de lo rota que estás.

Me aferro demasiado a lo material, a aquellos objetos que me encantan y que inevitablemente me recuerdan a momentos y a vivencias increíbles, a personas extraordinarias y a lugares paradisíacos (por mucho que la temperatura en aquellos lugares fuese siempre inferior a 15º C). Tú estabas en el paraíso y nadie te iba a convencer de lo contrario. Perolo material se rompe, se desgasta, se estropea, acaba muriendo, acaba tirado en la basura. Aunque no te quieras dar cuenta, no durará toda la vida, y ya va siendo hora de que abras los ojos. Sí, abre los ojos, idiota, y deja de pensar en lo que pudo ser o en lo que será. Calla esa vocecita que te dice en todo momento que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Llorar y reír

Quería llorar, pero no me salía ni una lágrima. No podía llorar porque no tenía motivo para ello, no había una causa concreta, ni sufrimiento, ni dolor, y eso era lo que quería sentir, dolor. Me agobiaba pensar que estaba triste porque sí, quería padecer. Si estás triste, que al menos sea por algo, porque te han roto el corazón o porque alguien te ha decepcionado mucho, porque no has conseguido el puesto de trabajo por el que tanto habías luchado o porque se te ha muerto algún ser querido. Pero entonces las lágrimas afloraron a mis ojos cuando menos me lo esperaba, el único día que me había maquillado un poco, para que un río de tinta negra fluyera por mis mejillas. Por fin tuve lo que quería.

 

Casualmente casual

Destino. Casualidad. Casualidad. Destino. Destino. Casualidad… La eterna lucha, esa división de nuestro ser, del mundo, esa rara rareza, la relatividad de estas dos palabras, o fenómenos, o tal vez su unión en toda regla. ¿Casualidad o causalidad? No tengo respuesta para tal pregunta, aunque hubo un tiempo en que había creído tenerla.

Me había decantado más por la casualidad porque me encanta el sonido que se crea al pronunciar esas letras seguidas, por la magia que desprende. Me parecía una idea más romántica, la de ir sin rumbo, sin un objetivo, a la deriva por el mar de la vida, sin un fin, sin un destino. No todo pasa porque tiene que pasar, sino todo lo contrario. Las cosas pasan y punto.

:)

Todo es casualmente casual y las casualidades son casualmente preciosas. Pero tal vez sí exista una finalidad. Las casualidades se producen diariamente. Cuando sales de casa un minuto más tarde y te cruzas con un compañero de clase que hacía tiempo que no veías; cuando encuentras al chico que te gusta en el festival de música más abarrotado del verano; te vas de viaje a Taiwán y en el aeropuerto coincides con tu profesor de alemán; te apuntas a una academia para aprender a tocar el piano y allí quien te enseñará es esa chica que te cae tan mal; te encuentras en el suelo los veinte céntimos que necesitabas para acabar de pagarte el café; no te suena el despertador y justamente ese día no había clase a primera hora…

Y, ¿qué habría pasado sin las cadenas de casualidades? Si el despertador no se hubiese estropeado, no habrías perdido el tren, ni tampoco la posibilidad de hacer ese examen, pero tampoco habrías visto a aquel chico en el tren, ni vuestras miradas se hubiesen cruzado. Si te hubieses sentado en otro vagón, ni siquiera os habríais cruzado en esta vida. Si no te hubieses quedado dormida en el asiento, él no te habría despertado con una cálida sonrisa en la parada de la universidad, ni habríais empezado a hablar y si no hubiese empezado a llover, no habríais corrido a refugiaros al café más cercano, donde tal vez casualmente se produciría ese tan esperado beso, ese beso que tal vez significaría el comienzo de algo muy bonito. Bonito como las casualidades.

Por otro lado, esto de las casualidades me ha hecho pensar también en las decisiones que tomamos por nosotros mismos y que nos hacen “perder” opciones y oportunidades. Y pongo la palabra “perder” entre comillas porque no le atribuyo un sentido negativo en este caso. Solamente reflexiono y se me ocurre pensar que en el momento en que le preguntamos la hora a una mujer anciana y no al chico joven que pasea el perro, o al hombre del periódico, ya hemos perdido las otras opciones. No sé si me explico, mejor lo dejo.

Y, ¿os acordáis de las ganas de comerme el mundo que decía tener? Aún siguen ahí, más latentes que nunca. Tan poderosas y carnívoras que incluso me asustan a mí misma. Tengo unas ansias de hacer todo lo que me he propuesto que pienso que pierdo el tiempo al dormir. Me ha pasado más de una vez despertarme a las 2 de la madrugada con algo en el estómago que me decía: Actúa. Y no quiero avanzar acontecimientos, pero tengo una idea para una novela. Solo es una idea, habría que añadir más personajes, escenarios, redondear la trama… pero creo que esta vez viene la buena.

"I just want you, that's all. All your flaws, mistakes, laughs, smiles, giggles, jokes, sarcasm. Everything. Just you. The real you." :)

Dicen que mañana lloverá, llévate paraguas

Dicen que mañana lloverá. Total, qué más da. Ya para acabar de arreglar el día que me espera. Dicen que mañana lloverá. La frase me recuerda a un momento de una canción: “And I hear it will be grey…”  Canción que, a su vez, me recuerda a alguien, alguien de quien ya he hablado en otras ocasiones y que ya no merece más atención.

Sí, mi cumpleaños se acerca y la crisis de los veinte ya está aquí. He empezado muy dramática, en realidad, ya que ni siquiera parece que vaya a cumplir veinte años. Pero quizá es ese el problema, que yo suelo vivir mis cumpleaños con ansias e ilusión, deseando semanas antes que llegue el gran día, mi día, pero a la vez el día de los que más quiero, de la gente que me rodea y que está siempre allí cuando la he necesitado. Esta vez es diferente, ese “gran día” se ha ido acercando silenciosamente, de puntillas para no hacer mucho ruido ni despertar a nadie que estuviera durmiendo. Durmiendo como yo.

Pero también supongo que se le da demasiada importancia a la edad, a un número que en realidad no indica nada de tu persona. Pero el estado emocional en que me encuentro no tiene nada que ver con los veinte, o eso creo. Todo ha sucedido esta semana más o menos. La pregunta iba dirigida a todos los alumnos de la clase. El profesor nos preguntaba uno a uno, individualmente, quería saber realmente lo que pensábamos. “¿Qué quiere ser usted: traductor o intérprete?”

¿Ya está?, pensé, ¿no tengo más opciones en esta vida? Estuve a punto de contestarle que ninguna de las dos, que yo me dedicaría a viajar por el mundo y ser feliz, pero supongo que mi respuesta no habría sido la más apropiada para una clase de universidad. Solamente sonreí y dije (con mi penosa pronunciación en alemán): Pues no lo sé, la verdad. Cuando le expliqué a mi hermana la escena como una anécdota me di cuenta de que algo me pasaba, de que no era la misma de siempre. Me había vuelto un poco más pasota, un poco más “me da igual lo que piensen los demás”. Tengo una crisis existencial, le dije.

-¡La crisis de los veinte! –exclamó ella. Ni me acordaba en esos momentos de que se acercaba la fecha de mi cumpleaños, pero creo que no me está preocupando mucho esta crisis, la estoy llevando con serenidad. Puede que esa serenidad también me la esté dando la lectura de Rayuela, de Julio Cortázar. Es una novela surrealista, sin más. Rara a más no poder, pero te provoca una capacidad de concentración y de reflexión impresionantes. Unas ganas de querer introducirte en tu propio subconsciente para saber qué hay en él. Ya iré explicando más cosas a medida que avance.

(Aparte) Sí, tenía que volver a mencionar al chico del que he dicho que no volvería a hablar. Él también tiene que ver con esta pequeña tristeza que me invade hoy. Le odio. Y mucho. Tampoco explicaré los motivos. Pero le odio. Y mucho.